Corredores escolares.
Una topología del cuidado
El
diagnóstico como intervención
Los “corredores escolares” (en este caso, reflexionamos a
partir del corredor José Hernández, uno de los corredores ubicados en Villa
Ballester, barrio paquete del partido de San Martín, creado en Abril del 2008 y
que comprende 21 manzanas con 12 colegios, tanto privados como públicos,
albergando casi 10.000 alumnos), surgen como una intervención urgente frente a
un problema determinado… Atracos y peleas varias (entre hombres; entre mujeres; entre
hombres y mujeres; entre chicos de los mismos colegios del corredor –recordemos
que hay colegios públicos como privados-, pero básicamente entre los alumnos
del corredor “con los de afuera”). Toda una serie de cortocircuitos que son
empaquetados como un problema de
inseguridad. Ahí ya tenemos una primera movida en común:
la modelación del problema; el diagnostico es ya de por
si intervención.
Pero no queda ahí. Se hace necesario hacer algo frente a este problema. La denuncia y la queja cotidiana
son insuficientes. No hay solución a la vista: “Esto era un quilombo”, “nadie
hacía nada”. Pero la impunidad del delito no se explica solamente por desidia policial, sino que hay un reconocimiento de
la impotencia de la misma: hay un desborde
estructural y solos no pueden (“faltan patrulleros”, “ellos también hacen lo
que pueden”). De ahí que se solicite la ayuda y el compromiso de todos.
La escuela emerge como lugar sagrado a
proteger. Los chicos tienen que estar tranquilos. La escuela es para estudiar y
aprender. No da que estudiantes, docentes, estén nerviosos si antes de entrar o
salir los van a golpear, si les van a robar, o por cualquier otra cosa que
pase, porque “puede pasar cualquier cosa”. Hay que asegurar un mínimo de
habitabilidad del colegio. Después se verá cómo funcione; primero tiene que
existir.
Vigilancia y prevención
La intervención planeada entonces son los
corredores. Su función es prevenir y dar aviso a la policía cuando se detecta
algún hecho. La prevención consta de una organización comunitaria de la
vigilancia. Se concentra el flujo de gente que se dirige a las escuelas
mediante caminos predefinidos, señalados por pintura de colores en postes y
carteles colocados por la municipalidad. Al concentrarse la masa de personas en
los horarios pico (entrada y salida, por la mañana y la tarde) se ejercen dos
procedimientos: por un lado, estar juntos da seguridad. Solos, separados, y
peor todavía, detenidos parando en algún lugar, es entregarse a los
delincuentes. Por otro lado, se agrupa el objeto a vigilar. Con la
concentración de cuerpos, se gana en intensidad de la mirada. Entonces se
convoca a que comercios, padres, docentes, agentes de seguridad privada -con la
que no todos los colegios cuentan-, patrulleros, como los mismos alumnos,
observen, vigilem y denuncien al *911 cualquier problema.
Y primero hay que saber mirar. Y distinguir: en el hormigueo
de cuerpos y su frenética movilidad, todo se mezcla. Porque si bien se agrupa
el objeto a indagar, en el caos, “los chorritos” se camuflan. De ahí que haya
una definición del sujeto problemático bien precisa (atracos y bardo por
“pibitos de la villa”) y un saber clínico en identificar, tanto para detectar
posibles peligros como también no caer en confusiones que pueden traer algún
entredicho (muchos de los chicos que se sospecha que sean pungas, terminan
siendo amigos o noviecitos de las pibas de los colegios). En esa ambigüedad
contradictoria se reparte la difícil tarea de vigilar: definir a rajatabla para
identificar; dilatar la estrechez de la mira para que lo amorfo no pueda pasar.
De
comunidad y fronteras
Dijimos que el corredor nacía fruto de la impotencia de
diversos personajes del mundillo escolar. La afección de la problemática
congrega una comunidad a su alrededor. Hecha de complicidades previas, obvio,
también arma otras nuevas. Y activa una suerte de división del trabajo
policial: comerciantes, padres, alumnos, directivos, se disfrazan de policías;
encargados de vigilar y controlar el flujo de gente para detectar peligros y
denunciar. Pero la policía-institución, en función de policías se acoplan a
esta movida. También vigilan, pero son los encargados exclusivos de detener y
castigar. Entonces tenemos: por un lado, una proliferación de la lógica
policial encarnada en varios actores; la policía como aparato
coercitivo-estatal deja de ser un engranaje exclusivo en la lógica policial
pero tampoco queda fuera del mapa, sino que se activa una composición compleja
y contradictoria, pero no por eso menos productiva.
El corredor como una vigilancia organizada debe suprimir el
anonimato de las víctimas para conjurar la clandestinidad de los victimarios.
Pero ese anonimato como desconexión entre pares, supone eso, ser pares; y
aquellos foráneos que se infiltran son virus malignos. De ahí que la férrea
organización del corredor como lugar seguro genera proporcionalmente la imagen
de que su afuera es un limbo peligroso. Este dispositivo de vigilancia y
captura establece una frontera material plasmada por la geografía del corredor.
La cual es posible por otra membrana, simbólica en este caso (sendas murallas
que se retroalimentan incesantemente). Se va cincelando un nosotros y un ellos.
El nosotros se define por esta comunidad de seguridad, y el ellos, en la
recurrente expresión “chicos de afuera”. Así, las diferencias entre los de
afuera y adentro se agitan más todavía. No hay lugar para lo amorfo, solo en el
caso de cómo puedan actuar los de afuera, “los de las villitas de por acá”,
pero lo que nunca se pone en duda es justamente eso, quienes son.
Habitar
el intérvalo
El problema no es la escuela, sino el trayecto de la casa al
colegio. El intervalo es el momento de mayor peligro. Comparándolo con el robo
de autos, se reconoce los momentos de entrada y salida como los más jodidos. De
ahí que el trayecto es el contexto a intervenir. Los paréntesis, el entremedio,
es la zona a cuidar. De ahí que con los corredores se amontonen todos los
cuerpos por los mismos lugares, pero que también se les solicite un paso fugaz
por los mismos: no quedarse charlando, ni esperando mucho tiempo el colectivo,
ni demorarse comprando cosas. Se abre una paradoja: la organización comunitaria
del corredor requiere que aquello a cuidar no se relacione. Un lugar
fundamental para armar vínculos entre amigos, parejas, o hacer cualquier
gilada, como la salida de la escuela, lejos del control tanto escolar como
familiar, es interrumpido en pos de la vigilancia (presentada como una perversa
idea e imagen de cuidado).
Sobre
la subestimación y el poder de la apatía
En la voz de los grandes los alumnos
aparecen como colgados, en otro mundo, en fin: pelotudeando. Uno de los
factores de riesgo más importantes son ellos mismos; se percibe el
comportamiento de la víctima como una de las principales condiciones de posibilidad de éxito del victimario. Pero uno habla con los pibes y si
bien se plantea el problema de los robos, encontramos quejas del funcionamiento
del corredor: que no se siente muy presente, que no sirve. También se expresa
un escaso interés en el mismo (“ja, ja, yo me cuido solo”, “no le damos bola a
esas cosas”).
La escuela se presenta como la institución civilizadora
por excelencia, de incorporación de conocimientos para emprender una autonomía
como persona. Pero en nombre del “cuidado” se dispone de una intervención que
requiere chicos programados como bebes, donde la educación al final los embota… Se podría decir que “los salvajes” (esto es
textual) aparecerían mas avispados, curtidos en el manejo de un saber de cómo
zafar de obstáculos, entre ellos, de los mismos padres, directivos y hasta
oficiales de policía que arman el corredor. Por otro lado, la apatía e
interferencia de muchos pibes de los colegios con el corredor, seria un gesto
fuerte, de desconexión de una movida que sienten que los despotencia. Dijimos
que hay lazos cotidianos que unen a pibes de las escuelas con los de otros
barrios (partiendo al medio esta falsa dicotomía) pero es indudable que también
hay diferencias, que posibilitan los afanos. Sin embargo, y sin querer dar
definiciones desde afuera, es difícil no percibir un hilo conector entre los
guachines que roban manifestando un saber callejero de gambetear controles como
de los pibes que rechazan la normalización de la lógica del cuidado
paterno-policial.
Efectividad
y Productividad
La percepción de la intervención de los corredores por parte de
aquellos que lo organizan, es la baja de robos (“antes era un quilombo”, “acá
se robaban 100 celulares por día”). El corredor algo sirve. Pero cuenta con problemas; los mismo
problemas que aquejan a cualquier intervención hoy día: la indiferencia (“la
mayoría de los padres no se calientan”), poca atención (“los chicos boludean”),
el desgano (“algunos dicen que ayudan, pero una sabe que no se ponen mucho las
pilas”) como el temor (“hay otros negocios que ayudan, pero no ponen el cartel
por miedo”). A todo esto recordemos lo que decíamos de cierto desdén y hasta
indiferencia de alumnos por la intervención.
Pero además de la eficacia del corredor, hablemos de su
productividad: la forma de vida que pule, el tipo de sincronización de las emociones que necesita para funcionar. A partir de cómo formula las afecciones y la maquinaria
que pone en marcha para intervenir en ellas, se genera una concepción de
encarar situaciones en clave de seguridad frente a un peligro. Seguridad o
vigilancia entonces como una serie de saberes y sensibilidades en relación a
una lógica policial, tal como una mirada vigilante y paranoica del entorno
vital; seguir ensanchando surcos en las fronteras subjetivas que se erigen
entre “los de afuera y los de adentro”. Seguridad o vgilancia que, insistimos,
aunque no lo tengamos bien claro, no es lo mismo que “cuidado”, al menos, que
un cuidado inmanente, que no conciba al otro como enemigo o peligroso, sino que
parta de otra forma de cincebir un “nosotros” y de otras lógicas de
intervención… ¿Qué implicaría la puesta en juego de un cuidado, qué vidas y
formas de andar generaría o requeriría? ¿Qué puede la escuela como lugar
productor de un cuidado de este tipo? ¿Qué ya hay en la vida de los pibes y
pibas que pueblan los colegios que nos pueda permitir imaginar una red de
cuidados desde esta otra lógica?
El corredor nace del temor del barrio. El
miedo como cauce, pasión que terminará organizando, traduciendo las afecciones
del lugar y las estrategias emprendidas.
Imaginamos que una lógica del cuidado partiría no ya del miedo al otro
sino al reconocimiento de una diferencia con ese otro, pero una diferencia
leida y tramitada no temerosamente sino respetosamente, cuidadosamente (que no
implica una aceptación light o un “descuido” ingenuo). Habrá que ver si hay
estrategias en este sentido en los pibes, en su cotidiano en las escuelas,
aulas, recreos, trayectos… ¿cómo tramitan y traducen ellos los
“diferenciales” (de potencia, de saberes, etc.) que hay entre los pibes? (He
aquí una punta para una investigación mayor).
Es más que claro que se presenta como
desafío político el desarmar estas corrientes de época que formulan respuestas
(vigilancia, control, seguridad) a preguntas que pululan por la ciudad y se
conectan fácilmente. Deshilachar el formato de seguridad ante afecciones y
cortocircuitos cotidianos, y una suerte de llamado a participar, entre todos, a
solucionarlos, a inventar otros cauces a esos problemas, otras lecturas.
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