Tres maneras de mirar un alumno
(Aclaración
para un probable lector docente: Si usted es docente y ha dado con este texto,
sepa que no se trata de un multiple choice. No es cuestión de acomodar
tranquilamente el culito en uno de los sillones. A pesar de que las
regularidades escolares muestran que hay docentes que sacan todos los números
para ingresar de lleno en alguna de las categorías, digamos también que todos
nos probamos un ratito cada pilcha).
(Otra
aclaración: a cada mirada le corresponde una posición de docente.)
Uno: el alumno como
enemigo
Desde esta mirada, el docente esta
inevitablemente en contra del alumno (y viceversa). Cada hora en el aula, cada
día en el Colegio, escenifica un combate contra ese ejército de maleducados,
atrevidos, desganados, deprimidos, violentos, irresponsables… En esta categoría
ingresan los anti-pibes y sus lógicas de criminalización; donde el pibe o la
piba que habita las aulas es decididamente intratable y potencialmente peligroso.
Los docentes “anti-pibes” son afectos a la
práctica de la etiqueta fácil: “el repitente”, “el bardo”, “la
rapidita”, “el/la que no le da”. También son los instigadores de la moral,
tienden a concebir cualquier acto de “indisciplina” de un alumno como una falta
de respeto a la autoridad docente, a la Institución escolar o a la familia. Se
los puede ver actuar en todo su esplendor en situaciones en las que un alumno o
alumna se copia en un examen; inmediatamente apelan a discursos sobre la
honestidad, los valores ciudadanos, el mandato de No-mentir, etc., finalizando
su relato con una vinculación entre la falta cometida por el alumno y la
decadencia moral de nuestra sociedad. Otro acto que indigna profundamente a
estos docentes es que los alumnos no canten el himno (“¿la escuela ya no se encarga
de formar ciudadanos para el Estado-Nación?”).
Habitualmente,
se dedican a la rapiña áulica; decomisan celulares, mp3s, mazos de cartas,
maquillajes... Obviamente son nostálgicos (de la ortopedia social, de la
disciplina, de los años dorados del respeto al docente). Sin
esencializar, debemos decir que existe una inevitable determinación etaria; la
mayoría son viejos vinagres. Lo que no excluye que varios docentes jóvenes
caigan en esta posición. Una cuestión interesante; hay que reconocer que en muchas
situaciones, estas subjetividades se alimentan y forman tándem con la
subjetividad del alumno-bardo. Convengamos que muchos alumnos desean
que existan estas figuras o que los docentes se coloquen en ellas, para así
poder transgredir la Ley. O bien, para que la transgresión a la autoridad
docente tenga sentido. Pero, ¿qué sucede cuando el docente se desplaza de este
rol de enemigo o de o de autoridad incuestionable?
Dos: el alumno como amigo
Una
necesaria aclaración previa, no es lo mismo el docente-amigo que el docente copado o buena onda, en el último apartado retomaremos la cuestión.
Si el docente anti-pibe demoniza al alumno,
el docente-amigo lo idealiza; los pibes son una masa. Ambos parten de un
a priori y de una representación del otro-alumno que en situaciones concretas
les impide actuar a partir de lo que es. Si en la mirada anterior se piensa contra los pibes, en esta
se lo hace desde los pibes. Cayendo, en muchas ocasiones, en la pura demagogia
del animador o entretenedor cultural. También padecen de una ilusión
personalista; se creen los responsables absolutos de lo que sucede en el aula,
y por lo tanto, la pueden padecer. Si el docente anti-pibe personaliza
cualquier acto de “indisciplina” (“¡me lo hacen a propósito!”), pensando que los
pibes hablan solo para molestarlo, o que las pibas se ríen para criticarla y
socavarle su autoridad, el docente-amigo personaliza también desde otro lugar;
cree que el ánimo grupal depende exclusivamente de su rol de motivador (de sus
estrategias didácticas, de su innovación y creatividad en los recursos
utilizados). Si los pibxs hablan o están desganados es su responsabilidad; “he fallado en la
actividad que propuse, me equivoque con el tema que seleccioné”. El docente amigo
se nos frustra y siente culpa, se recrimina. Este posicionamiento docente está
convencido de que la escuela debe abrirle las puertas de par en par a los
postulados de la industria del entretenimiento. “La clase será divertida o no
será nada”, es su enunciado de cabecera. Así, muchas veces cae en una pedagogía
sumamente tinellizada. El minuto a minuto al que todos
recurrimos en el aula, para él deviene en el único sentido de una clase exitosa
(Véase sobre este punto un capítulo de Los simpsons en el que un joven
docente innovador reemplaza a la maestra Edna).
Corriendo detrás del imperativo de la
diversión, todo es posible; utilizar una careta, contar chistes permanentemente
o comprimir tanto los contenidos mínimos de la materia como si se tratara de
twits o comentarios en Facebook. Si lo pensamos
detenidamente, esta concepción tiene vinculaciones con la –criticada por el
actualmente inservible Paulito Freire– educación bancaria. Aquí los alumnos no
son depósitos a los que hay que transmitir información, sino espectadores a los
que hay que entretener.
Lo que
nunca se interroga esta mirada, es el imperativo mismo de la diversión, ¿es
posible desarmar ese par aburrimiento-diversión?, ¿es posible pensar e
intervenir sobre el aburrimiento escolar sin caer en la salida “divertida”?,
¿qué hacemos cuando estamos atrapados en el sopor del aburrimiento y la
desconexión? Además, tal vez sea cierto que los pibes sólo quieren
divertirse... pero quizá no con vos.
Existe un personaje nefasto que encarna el paroxismo de esta lógica del
amigo y el entretenedor: el promotor. Aunque ronde por
las afueras de los Colegios, sus lógicas –sigilosamente, clandestinamente- han
ingresado a las aulas…
Tres: componer con los alumnos
Veíamos cómo en las miradas anteriores se
niega la diferencia entre el alumno y el
docente. En una porque se la transforma en el abismo que separa al que manda
del que obedece (o al que sabe del que ignora, como diría Ranciere) y en otra, porque
simplemente se la pretende borrar en pos de una ilusoria “amistad”.
¿Qué
otra cosa se puede hacer con esa diferencia, con esa brecha, con eso que
separa?, ¿es posible una traducción entre ambos planos –el del docente y el del
alumno–?
Lo primero que habría que decir es que la
realidad institucional condiciona (aun sin determinar del todo) nuestras
prácticas docentes. Hay una diferencia estructural entre docentes y alumnos,
dada por efectos de institución, que asignan roles y destinan labores. Esa
diferencia estructural se expresa en el sistema de evaluación (centro dador de
sentido, mecanismo central de la reproducción de la escolaridad aún hoy, con
parches, enmiendas, críticas y devaluaciones). Solemos decir en las aulas:
“chicos, hay muy buena onda, nos llevamos bien, me aprecian y los aprecio, pero
no se olviden que los tengo que evaluar”, como para evitar confusiones. La
determinación en última instancia en la relación alumno-docente está dada por
la calificación, nos guste o no. O al menos hasta que se modifique. A lo sumo podemos
hacer como si fuésemos amigos, sin
olvidar nunca esta verdad. Porque convengamos que, en tal caso, se habla de una
amistad simulada.
Esta tercer mirada y tercer relación
posible que esbozamos aquí es la más difícil de realizar; es quizás, una
búsqueda, o una apuesta. Sabe bien lo que no quiere y lo que rechaza: los discursos
anti-alumnos, pero también, los discursos que conciben a los alumnos como
depositarios de verdades reveladas. El alumno, como el profesor, tiene momentos
de vitalidad y momentos de desgano, momentos potentes, y momentos sumamente
reactivos, palabras lúcidas y boludeces... Como sea, esta mirada intenta
desacomodar al pibe, sacándolo de esa pose de espectador o de demandante de
diversión; pero también, se deja incomodar. A veces, cuando puede, cuando
pinta, cuando hay grietas, cuando la institución deja y los pibes habilitan,
cuando da…
Componer con los alumnos es no moralizar la
relación pedagógica, pero tampoco estilizarla. Se trata de explorar, de ver qué onda. Porque acá tenemos que sincerarnos; el
docente que tiene o busca esta mirada, no se cree del todo su rol. Y como muchas veces sus vivencias no-escolares desbordan su subjetividad docente, no se termina de
frustrar ni de angustiar. Propone pactos de aula, pacta con los alumnos sobre
el uso de los celulares o los mp3s, sobre los modos y los temas de
conversación, sobre las ganas y los desganos…Pero tampoco termina de creer que esos
pactos se vayan a cumplir. Sabe que los pibes los pueden boicotear, sabe que
tiene que tener confianza, pero sin confiarse. Tiene, sí, sus estrategias;
siempre se guarda un resto para sí, siempre tiene una sorpresa, siempre da a
entender que hay una máscara más para sacar. Intenta permanentemente
desplazarse de las fijaciones en las que lo depositan los alumnos; si lo
quieren ver como la autoridad a transgredir, se intentará demostrar que esa
transgresión pedalea en el vacío (él no se posiciona en el lugar de “la”
autoridad). Muchas veces pierde, sin dudas, y termina a los gritos exigiendo
silencio, o se propone ser un docente-motivador y se frustra cuando no pasa nada.
Lo dicho,
esta es la mirada y el posicionamiento docente más difícil de bancar, sobre
todo, porque es el menos respaldado por las instituciones escolares que todavía
temen experimentar, que todavía no se animan al ver qué onda.
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