Al lado de “educación” solemos escuchar una serie de palabras que van desde que “la cosa así no va más”, hasta que “hay que volver a la escuela que era antes”. Nosotros no vamos a confirmarlas ni desmentirlas. Lo que nos interesa es ver que onda: dar clase es un laburo, si, pero también es una intervención, una manera de componer y hacer mundo en un entorno precario. ¿Qué significa ponerse en conexión con ese territorio vivo que es el aula? ¿Hay una nueva forma de ser docentes? ¿Cómo operan ciertos saberes y códigos que arrastramos de otras experiencias, sean fuerzas generacionales o el género de cada uno? A partir de estas exploraciones urgentes, buscamos enlazar con otras reflexiones y secuencias vividas, para esbozar algunas ideas y puntas de las cuales seguir tirando...

miércoles, 2 de octubre de 2013

Tres maneras de mirar un alumno


(Aclaración para un probable lector docente: Si usted es docente y ha dado con este texto, sepa que no se trata de un multiple choice. No es cuestión de acomodar tranquilamente el culito en uno de los sillones. A pesar de que las regularidades escolares muestran que hay docentes que sacan todos los números para ingresar de lleno en alguna de las categorías, digamos también que todos nos probamos un ratito cada pilcha).

(Otra aclaración: a cada mirada le corresponde una posición de docente.)


Uno: el alumno como enemigo

     Desde esta mirada, el docente esta inevitablemente en contra del alumno (y viceversa). Cada hora en el aula, cada día en el Colegio, escenifica un combate contra ese ejército de maleducados, atrevidos, desganados, deprimidos, violentos, irresponsables En esta categoría ingresan los anti-pibes y sus lógicas de criminalización; donde el pibe o la piba que habita las aulas es decididamente intratable y potencialmente peligroso.

     Los docentes “anti-pibes” son afectos a la práctica de la etiqueta fácil: “el repitente”, “el bardo”, “la rapidita”, “el/la que no le da”. También son los instigadores de la moral, tienden a concebir cualquier acto de “indisciplina” de un alumno como una falta de respeto a la autoridad docente, a la Institución escolar o a la familia. Se los puede ver actuar en todo su esplendor en situaciones en las que un alumno o alumna se copia en un examen; inmediatamente apelan a discursos sobre la honestidad, los valores ciudadanos, el mandato de No-mentir, etc., finalizando su relato con una vinculación entre la falta cometida por el alumno y la decadencia moral de nuestra sociedad. Otro acto que indigna profundamente a estos docentes es que los alumnos no canten el himno (“¿la escuela ya no se encarga de formar ciudadanos para el Estado-Nación?”).


Habitualmente, se dedican a la rapiña áulica; decomisan celulares, mp3s, mazos de cartas, maquillajes... Obviamente son nostálgicos (de la ortopedia social, de la disciplina, de los años dorados del respeto al docente). Sin esencializar, debemos decir que existe una inevitable determinación etaria; la mayoría son viejos vinagres. Lo que no excluye que varios docentes jóvenes caigan en esta posición. Una cuestión interesante; hay que reconocer que en muchas situaciones, estas subjetividades se alimentan y forman tándem con la subjetividad del alumno-bardo. Convengamos que muchos alumnos desean que existan estas figuras o que los docentes se coloquen en ellas, para así poder transgredir la Ley. O bien, para que la transgresión a la autoridad docente tenga sentido. Pero, ¿qué sucede cuando el docente se desplaza de este rol de enemigo o de o de autoridad incuestionable?


Dos: el alumno como amigo

     Una necesaria aclaración previa, no es lo mismo el docente-amigo que el docente copado o buena onda, en el último apartado retomaremos la cuestión.

     Si el docente anti-pibe demoniza al alumno, el docente-amigo lo idealiza; los pibes son una masa. Ambos parten de un a priori y de una representación del otro-alumno que en situaciones concretas les impide actuar a partir de lo que es. Si en la mirada anterior se piensa contra los pibes, en esta se lo hace desde los pibes. Cayendo, en muchas ocasiones, en la pura demagogia del animador o entretenedor cultural. También padecen de una ilusión personalista; se creen los responsables absolutos de lo que sucede en el aula, y por lo tanto, la pueden padecer. Si el docente anti-pibe personaliza cualquier acto de “indisciplina” (“¡me lo hacen a propósito!”), pensando que los pibes hablan solo para molestarlo, o que las pibas se ríen para criticarla y socavarle su autoridad, el docente-amigo personaliza también desde otro lugar; cree que el ánimo grupal depende exclusivamente de su rol de motivador (de sus estrategias didácticas, de su innovación y creatividad en los recursos utilizados). Si los pibxs hablan o están desganados es su responsabilidad; “he fallado en la actividad que propuse, me equivoque con el tema que seleccioné”. El docente amigo se nos frustra y siente culpa, se recrimina. Este posicionamiento docente está convencido de que la escuela debe abrirle las puertas de par en par a los postulados de la industria del entretenimiento. “La clase será divertida o no será nada”, es su enunciado de cabecera. Así, muchas veces cae en una pedagogía sumamente tinellizada.  El minuto a minuto al que todos recurrimos en el aula, para él deviene en el único sentido de una clase exitosa (Véase sobre este punto un capítulo de Los simpsons en el que un joven docente innovador reemplaza a la maestra Edna).

     Corriendo detrás del imperativo de la diversión, todo es posible; utilizar una careta, contar chistes permanentemente o comprimir tanto los contenidos mínimos de la materia como si se tratara de twits o comentarios en Facebook.  Si lo pensamos detenidamente, esta concepción tiene vinculaciones con la –criticada por el actualmente inservible Paulito Freire– educación bancaria. Aquí los alumnos no son depósitos a los que hay que transmitir información, sino espectadores a los que hay que entretener.

Lo que nunca se interroga esta mirada, es el imperativo mismo de la diversión, ¿es posible desarmar ese par aburrimiento-diversión?, ¿es posible pensar e intervenir sobre el aburrimiento escolar sin caer en la salida “divertida”?, ¿qué hacemos cuando estamos atrapados en el sopor del aburrimiento y la desconexión? Además, tal vez sea cierto que los pibes sólo quieren divertirse... pero quizá no con vos.  Existe un personaje nefasto que encarna el paroxismo de esta lógica del amigo y el entretenedor: el promotor. Aunque ronde por las afueras de los Colegios, sus lógicas –sigilosamente, clandestinamente- han ingresado a las aulas


Tres: componer con los alumnos

     Veíamos cómo en las miradas anteriores se niega la diferencia entre el alumno y el docente. En una porque se la transforma en el abismo que separa al que manda del que obedece (o al que sabe del que ignora, como diría Ranciere) y en otra, porque simplemente se la pretende borrar en pos de una ilusoria “amistad”.

      ¿Qué otra cosa se puede hacer con esa diferencia, con esa brecha, con eso que separa?, ¿es posible una traducción entre ambos planos –el del docente y el del alumno–?

     Lo primero que habría que decir es que la realidad institucional condiciona (aun sin determinar del todo) nuestras prácticas docentes. Hay una diferencia estructural entre docentes y alumnos, dada por efectos de institución, que asignan roles y destinan labores. Esa diferencia estructural se expresa en el sistema de evaluación (centro dador de sentido, mecanismo central de la reproducción de la escolaridad aún hoy, con parches, enmiendas, críticas y devaluaciones). Solemos decir en las aulas: “chicos, hay muy buena onda, nos llevamos bien, me aprecian y los aprecio, pero no se olviden que los tengo que evaluar”, como para evitar confusiones. La determinación en última instancia en la relación alumno-docente está dada por la calificación, nos guste o no. O al menos hasta que se modifique. A lo sumo podemos hacer como si fuésemos amigos, sin olvidar nunca esta verdad. Porque convengamos que, en tal caso, se habla de una amistad simulada.

     Esta tercer mirada y tercer relación posible que esbozamos aquí es la más difícil de realizar; es quizás, una búsqueda, o una apuesta. Sabe bien lo que no quiere y lo que rechaza: los discursos anti-alumnos, pero también, los discursos que conciben a los alumnos como depositarios de verdades reveladas. El alumno, como el profesor, tiene momentos de vitalidad y momentos de desgano, momentos potentes, y momentos sumamente reactivos, palabras lúcidas y boludeces... Como sea, esta mirada intenta desacomodar al pibe, sacándolo de esa pose de espectador o de demandante de diversión; pero también, se deja incomodar. A veces, cuando puede, cuando pinta, cuando hay grietas, cuando la institución deja y los pibes habilitan, cuando da

     Componer con los alumnos es no moralizar la relación pedagógica, pero tampoco estilizarla. Se trata de explorar, de ver qué onda.  Porque acá tenemos que sincerarnos; el docente que tiene o busca esta mirada, no se cree del todo su rol.  Y como muchas veces sus vivencias  no-escolares desbordan su  subjetividad docente, no se termina de frustrar ni de angustiar. Propone pactos de aula, pacta con los alumnos sobre el uso de los celulares o los mp3s, sobre los modos y los temas de conversación, sobre las ganas y los desganosPero tampoco termina de creer que esos pactos se vayan a cumplir. Sabe que los pibes los pueden boicotear, sabe que tiene que tener confianza, pero sin confiarse. Tiene, sí, sus estrategias; siempre se guarda un resto para sí, siempre tiene una sorpresa, siempre da a entender que hay una máscara más para sacar. Intenta permanentemente desplazarse de las fijaciones en las que lo depositan los alumnos; si lo quieren ver como la autoridad a transgredir, se intentará demostrar que esa transgresión pedalea en el vacío (él no se posiciona en el lugar de “la” autoridad). Muchas veces pierde, sin dudas, y termina a los gritos exigiendo silencio, o se propone ser un docente-motivador y se frustra cuando no pasa nada.


Lo dicho, esta es la mirada y el posicionamiento docente más difícil de bancar, sobre todo, porque es el menos respaldado por las instituciones escolares que todavía temen experimentar, que todavía no se animan al ver qué onda. 

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