Al lado de “educación” solemos escuchar una serie de palabras que van desde que “la cosa así no va más”, hasta que “hay que volver a la escuela que era antes”. Nosotros no vamos a confirmarlas ni desmentirlas. Lo que nos interesa es ver que onda: dar clase es un laburo, si, pero también es una intervención, una manera de componer y hacer mundo en un entorno precario. ¿Qué significa ponerse en conexión con ese territorio vivo que es el aula? ¿Hay una nueva forma de ser docentes? ¿Cómo operan ciertos saberes y códigos que arrastramos de otras experiencias, sean fuerzas generacionales o el género de cada uno? A partir de estas exploraciones urgentes, buscamos enlazar con otras reflexiones y secuencias vividas, para esbozar algunas ideas y puntas de las cuales seguir tirando...

miércoles, 2 de octubre de 2013

El huevo de la serpiente.
Entre el aula y la sala de profesores


“El ingreso a la sala de profesores, es probablemente, el recuerdo más nítido que tengo de mi primer día como docente. Aun más que el ingreso al aula. Recuerdo el timbre del recreo y mi entrada triunfal en una pequeña habitación en la que varios docentes de edades diferentes peleaban en condiciones de hacinamiento por acceder al preciado chorrito de agua caliente que salía del dispenser. Es más, recuerdo el ruido casi frenético de las cucharitas revolviéndose alocadas en esos explosivos e imprescindibles cafés instantáneos. También recuerdo que apenas atravesé la puerta me asaltaron imágenes de mi infancia y de mi adolescencia. Por unos segundos fui el alumno que ingresó al lugar prohibido. La sala de profesores, como el cuarto de los padres, constituyen o constituían uno de los lugares de fascinación de los pibes. En un caso el pibe como alumno, en otro, como hijo. Dos subjetividades en crisis, o al menos, en permanente reconfiguración

La sala de profesores es uno de los nodos centrales de la escuela. El otro, por supuesto, es el aula. Podríamos decir que mientras que los alumnos se hacen en el aula, los profesores se moldean en el aula y en la sala de profesores. O más bien, si el docente se hace en el aula –ejem, como el policía se hace en la calle–, es decir, si en ese espacio incorpora las habilidades y las competencias necesarias para moverse prácticamente como tal, en las salas de profesores aprende a mirar. Si el hacer en el aula, nos curte en cuanto a saberes y modos de moverse –cuando poner “límites”, cuando llamar la atención a un alumno, cuando dejar pasar un chiste, cuando interrumpirlo, cuando pegar un grito, cuando ser conciliador... toda la pedagogía del hacer–, la sala de profesores nos enseña a mirar. 


Una pedagogía de la mirada. Allí se moldea el marco perceptivo del docente. Y esta distribución de lo sensible marca diversos ritmos escolares. Hablamos de cómo mirar y autoevaluar nuestra práctica en las aulas, de cómo surfear en el remolino burocrático que es una escuela (cómo leer un recibo de sueldo y saber si nos pagan bien o mal; qué pasa cuando faltamos; eventuales riesgos de los cuales “hay que cubrirse”; en pocas palabras, qué nos corresponde y qué no). De qué figura docente como mandato circula en cada escuela en particular. Todo el más allá de lo didáctico (cómo vestirse, cómo tener el pelo, qué podés contar y que no de tu vida). Y también las enseñanzas sobre el tipo de compañerismo docente que nos espera en cada lugar (quién te ayuda, quién es envidioso, los que se la pasan boqueando al pedo, los buches). Por último, la sala de profesores nos inculca (o intenta hacerlo) también la mira con la cual debemos concebir y tratar a los alumnos.

Confirmamos una y otra vez lo importante que es pensar la sala de profesores como un espacio clave de la cartografía educativa. Porque si bien el aula es uno de los espacios más pensados e intervenidos a partir de los diagnósticos de desfondamiento, destitución o si se quiere, crisis o recombinación del dispositivo escolar, no sucede lo mismo con las salas de profesores.

La sala de profesores muestra la corporalidad de la docencia; docentes en carne viva, docentes desnudos y desprotegidos. En este sentido, nada diferente a lo que ocurre con las aulas, en donde nos exponemos (o tratamos de hacerlo) a que nos afecte la realidad de los pibes, donde tratamos de leer y traducir esa información sensible que parece (a veces, sólo es una ilusión) al alcance de nosotros. En la actualidad, ambos espacios están desbordados. De nuevo, docentes, autoridades, inspectores, organismos estatales, funcionarios e intelectuales, destinan mucho tiempo a pensar estrategias y modos de gobernabilidad del aula, pero no de las salas de profesores (verdaderos “confesionarios docentes”). Por supuesto, en estas últimas, el desborde es más que nada emocional; docentes que ingresan bajo un ataque de nervios, docentes que ingresan insultando o llorando o agarrándose la cabeza y diciendo que no aguantan más

La sala de profesores es un espacio ambivalente; es el lugar de la catarsis liberadora y de la risa, pero también es el lugar en donde se incuban estrategias, saberes, modos de pararse en el aula y de tratar a los pibes. Necesario espacio terapéutico para “afrontar” la rutina escolar, pero también, lo constatamos diariamente, peligroso ámbito de creación y proliferación de subjetividades anti-pibe. O para ser más precisos: anti-alumnos. Como ya dijimos, entre otras cosas la sala de profesores se encarga de diseñar el tipo de plano con el que capturamos a nuestros chicos. Sabemos de sobra que entre sus paredes se van perfilando trayectorias, se etiqueta, se marca y re-marca alumnos, y se opera sobre esos surcos; el repitente, el bardo, el intratable, la rapidita, el que no le da, la que no le da. La sala de profesores es el lugar de la etiqueta fácil (“ese pibe tiene add”). O de la puesta en común de la necesaria biografía del alumno; el hijo o la hija de padres separados, el que se droga o parece drogarse o que en cualquier momento se droga, el que se emborracha siempre. Todos datos extra-escolares (en su mayoría provenientes del entorno familiar) que explicarían irrefutablemente las conductas en el aula.

Se sabe, en los Colegios sigue imperando la teoría de la manzana podrida. Y las salas de profesores son los lugares más sensibles a la reproducción de esta lógica. Esto se ve en la terminología “técnica” para referirse a los alumnos; los salvables o recuperables, los moldeables, los intratables. Que quede claro; nadie está exento de estas lógicas, es fácil verse atravesado por estos climas jodidos que contagian, que toman la palabra; muchas veces nos encontramos repitiendo “si, es un desastre”, “no le da la cabeza”, “es una planta”.

 Hay una escena que se repite una y otra vez; el nuevo docente –o el suplente– ingresa a la sala, se presenta, averigua quien tiene el curso que le han asignado y comienza a demandar información para alimentar sus prejuicios y estereotipos. Todo es cuestión de ingresar armado al aula, de estar preparado para el combate diario; ese que gritó debe ser “el quilombero”, esa que habla debe ser a la que hay que sacarle siempre el celular

Pero si bien la sala de profesores incuba un fascismo molecular que se traduce en un “saber-hacer” anti-alumno, percibimos también otras situaciones. Más evanescentes, resbaladizas, pero que indudablemente acontecen. Hablamos de preguntas potentes sobre distintas problemáticas, que hacen crujir los supuestos cómodos en que descansan muchas certezas escolares. Por ejemplo, sobe patologías de los alumnos “¿A los chicos no los estaremos enfermando nosotros?”; sobre la escasa imaginación escolar y el embotamiento sensorial de los pibes “En los últimos años se ponen más ariscos, no quieren hacer más nada, ¿qué les habremos hecho nosotros, no?”; o sobre la falta de saberes extra académicos de muchos docentes, confinados a ser hombres-profesores: “Yo cada vez estoy más cansado, pero la verdad que no sé laburar de otra cosa Me sacás de los libros y soy un gil”.

El tiempo de permanencia en las salas es casi insignificante, 10 ó 15 minutos en los recreos, 5 ó 10 minutos antes de comenzar la jornada. Sin embargo, es un tiempo de gran intensidad, que deja marcas subjetivas perdurables. De esas huellas, decíamos, las más fuertes son las de la criminalización o a lo sumo las de la lástima (“pobres los chicos”), siendo indudablemente menores las de la autocrítica y la necesidad de invención.

La pregunta clave a rastrear en esta geografía escolar poco explorada es ¿qué alumno se piensa, imagina, fantasea, fabula, crea (performativamente) en la sala de profesores? ¿Cómo intervenir en esas fabulaciones? El dispositivo escolar tradicional, desfondado, quizá, pero en perfecto plan de funcionamiento cínico (“todos hacemos como si”) no permite que emerjan estas preguntas claramente, con el peso que requiere el diagrama escolar, pero es necesario llevar a fondo esas preguntas, hacerlas evidentes, ponerlas en discusión.

La apuesta es por pensar desde lo que es; sin a prioris, ni estilizaciones románticas. Pensar a los pibes sin criminalizarlos o compadecerlos. Pensar el aula y la sala de profesores desde esa sinceridad de lo que existe, desde eso real que empuja y que desborda ficciones lógicas de la escolarización. Pensar el aula y la sala de profesores es repensar las figuras del docente y del alumno, también las de directivos, comunidad, padres, etc. Probablemente, la escolaridad no se hace únicamente en el aula o en la sala de profesores, sino en los “entre”, en los intersticios, en los idas y vueltas entre los dos nodos claves de la escolaridad. Por lo pronto, en ambos espacios se quema la cabeza del docente; en uno como patología y síndrome del desborde del aula, en otro, como perdurable marcaje subjetivo.

No hay comentarios :

Publicar un comentario