El huevo de la
serpiente.
Entre el aula
y la sala de profesores
“El ingreso a la sala de
profesores, es probablemente, el recuerdo más nítido que tengo de mi primer día
como docente. Aun más que el ingreso al aula. Recuerdo el timbre del recreo y
mi entrada triunfal en una pequeña habitación en la que varios docentes de
edades diferentes peleaban en condiciones de hacinamiento por acceder al
preciado chorrito de agua caliente que salía del dispenser. Es más, recuerdo el
ruido casi frenético de las cucharitas revolviéndose alocadas en esos
explosivos e imprescindibles cafés instantáneos. También recuerdo que apenas
atravesé la puerta me asaltaron imágenes de mi infancia y de mi adolescencia.
Por unos segundos fui el alumno que ingresó al lugar prohibido. La sala de
profesores, como el cuarto de los padres, constituyen o constituían uno de los
lugares de fascinación de los pibes. En un caso el pibe como alumno, en otro,
como hijo. Dos subjetividades en crisis, o al menos, en permanente
reconfiguración…”
La sala de profesores es uno de los nodos centrales de la
escuela. El otro, por supuesto, es el aula. Podríamos decir que mientras que
los alumnos se hacen en el aula, los profesores se moldean en
el aula y en la sala de profesores. O más bien, si el docente se hace en el aula –ejem, como el policía se hace en la calle–, es decir, si en ese espacio incorpora las
habilidades y las competencias necesarias para moverse prácticamente como tal, en las salas de profesores
aprende a mirar. Si el hacer en el aula, nos curte en cuanto a saberes y modos de moverse
–cuando poner “límites”, cuando llamar la atención a un alumno, cuando dejar
pasar un chiste, cuando interrumpirlo, cuando pegar un grito, cuando ser
conciliador... toda la pedagogía del hacer–, la sala de profesores nos enseña a
mirar.
Una pedagogía de la mirada. Allí se moldea el marco perceptivo del
docente. Y esta distribución de lo sensible marca diversos ritmos escolares.
Hablamos de cómo mirar y autoevaluar nuestra práctica en las aulas, de cómo
surfear en el remolino burocrático que es una escuela (cómo leer un recibo de
sueldo y saber si nos pagan bien o mal; qué pasa cuando faltamos; eventuales
riesgos de los cuales “hay que cubrirse”; en pocas palabras, qué nos
corresponde y qué no…). De qué figura docente como mandato
circula en cada escuela en particular. Todo el más allá de lo didáctico (cómo
vestirse, cómo tener el pelo, qué podés contar y que no de tu vida). Y también
las enseñanzas sobre el tipo de compañerismo docente que nos espera en cada lugar (quién te ayuda, quién
es envidioso, los que se la pasan boqueando al pedo, los buches). Por último,
la sala de profesores nos inculca (o intenta hacerlo) también la mira con la
cual debemos concebir y tratar a los alumnos.
Confirmamos una y otra vez lo importante que es pensar la sala
de profesores como un espacio clave de la cartografía educativa. Porque si bien
el aula es uno de los espacios más pensados e intervenidos a partir de los
diagnósticos de desfondamiento, destitución o si se quiere, crisis o recombinación del dispositivo escolar, no sucede lo
mismo con las salas de profesores.
La sala de profesores muestra la corporalidad de la docencia;
docentes en carne viva, docentes desnudos y desprotegidos. En este sentido,
nada diferente a lo que ocurre con las aulas, en donde nos exponemos (o
tratamos de hacerlo) a que nos afecte la realidad de los pibes, donde tratamos
de leer y traducir esa información sensible que parece (a veces, sólo es una
ilusión) al alcance de nosotros. En la actualidad, ambos espacios están
desbordados. De nuevo, docentes, autoridades, inspectores, organismos
estatales, funcionarios e intelectuales, destinan mucho tiempo a pensar
estrategias y modos de gobernabilidad del aula, pero no de las salas de
profesores (verdaderos “confesionarios docentes”). Por supuesto, en estas
últimas, el desborde es más que nada emocional; docentes que ingresan bajo un
ataque de nervios, docentes que ingresan insultando o llorando o agarrándose la
cabeza y diciendo que no aguantan más…
La sala de profesores es un espacio
ambivalente; es el lugar de la catarsis liberadora y de la risa, pero también
es el lugar en donde se incuban estrategias, saberes, modos de pararse en el
aula y de tratar a los pibes. Necesario espacio terapéutico para “afrontar” la
rutina escolar, pero también, lo constatamos diariamente, peligroso ámbito de
creación y proliferación de subjetividades anti-pibe. O para ser más precisos:
anti-alumnos. Como ya dijimos, entre otras cosas la sala de profesores se
encarga de diseñar el tipo de plano con el que capturamos a nuestros chicos. Sabemos de sobra
que entre sus paredes se van perfilando trayectorias, se etiqueta, se marca y
re-marca alumnos, y se opera sobre esos surcos; el repitente, el
bardo, el intratable, la rapidita, el que no le da, la que no le da. La sala de
profesores es el lugar de la etiqueta fácil (“ese pibe tiene add”). O de la puesta en común de la
necesaria biografía del alumno; el hijo o la hija de padres separados, el que
se droga o parece drogarse o que en cualquier momento se droga, el que se
emborracha siempre. Todos datos extra-escolares (en su mayoría provenientes del
entorno familiar) que explicarían irrefutablemente las conductas en el aula.
Se sabe, en los Colegios sigue imperando la teoría de la
manzana podrida. Y las salas de profesores son los lugares más sensibles a la
reproducción de esta lógica. Esto se ve en la terminología “técnica” para
referirse a los alumnos; los salvables o recuperables, los moldeables, los
intratables. Que quede claro; nadie está exento de estas lógicas, es fácil
verse atravesado por estos climas jodidos que contagian, que toman la palabra;
muchas veces nos encontramos repitiendo “si, es un desastre”, “no le da la cabeza”, “es una planta”.
Hay una escena que se repite una y otra
vez; el nuevo docente –o el
suplente– ingresa a la sala, se presenta, averigua quien tiene el curso que le
han asignado y comienza a demandar información para alimentar sus prejuicios y
estereotipos. Todo es cuestión de ingresar armado al aula, de estar preparado para el
combate diario; ese que gritó debe ser “el quilombero”, esa que habla debe ser
a la que hay que sacarle siempre el celular…
Pero si bien la sala de profesores incuba un fascismo
molecular que se traduce en un “saber-hacer” anti-alumno, percibimos también
otras situaciones. Más evanescentes, resbaladizas, pero que indudablemente
acontecen. Hablamos de preguntas potentes sobre distintas problemáticas, que
hacen crujir los supuestos cómodos en que descansan muchas certezas escolares.
Por ejemplo, sobe patologías de los alumnos “¿A los chicos no los estaremos
enfermando nosotros?”; sobre la escasa imaginación escolar y el embotamiento
sensorial de los pibes “En los últimos años se ponen más ariscos, no quieren
hacer más nada, ¿qué les habremos hecho nosotros, no?”; o sobre la falta de
saberes extra académicos de muchos docentes, confinados a ser
hombres-profesores: “Yo cada vez estoy más cansado, pero la verdad que no sé
laburar de otra cosa… Me sacás de los libros y soy un gil”.
El tiempo de permanencia en las salas es casi insignificante,
10 ó 15 minutos en los recreos, 5 ó 10 minutos antes de comenzar la jornada.
Sin embargo, es un tiempo de gran intensidad, que deja marcas subjetivas
perdurables. De esas huellas, decíamos, las más fuertes son las de la
criminalización o a lo sumo las de la lástima (“pobres los chicos”), siendo indudablemente menores las de
la autocrítica y la necesidad de invención.
La pregunta clave a rastrear en esta geografía escolar poco
explorada es ¿qué alumno se piensa, imagina, fantasea, fabula, crea (performativamente) en la sala de profesores? ¿Cómo
intervenir en esas fabulaciones? El dispositivo escolar tradicional,
desfondado, quizá, pero en perfecto plan de funcionamiento cínico (“todos
hacemos como si”) no permite que emerjan estas preguntas claramente, con el
peso que requiere el diagrama escolar, pero es necesario llevar a fondo esas
preguntas, hacerlas evidentes, ponerlas en discusión.
La apuesta es por pensar desde lo que es; sin a prioris, ni estilizaciones románticas. Pensar a los
pibes sin criminalizarlos o compadecerlos. Pensar el aula y la sala de
profesores desde esa sinceridad de lo que existe, desde eso real que empuja y
que desborda ficciones lógicas de la escolarización. Pensar el aula y la sala de
profesores es repensar las figuras del docente y del alumno, también las de
directivos, comunidad, padres, etc. Probablemente, la escolaridad no se hace
únicamente en el aula o en la sala de profesores, sino en los “entre”, en los
intersticios, en los idas y vueltas entre los dos nodos claves de la
escolaridad. Por lo pronto, en ambos espacios se quema la cabeza del docente; en uno como patología y síndrome
del desborde del aula, en otro, como perdurable marcaje subjetivo. •
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